viernes, 12 de noviembre de 2010

Indonesia; el país de las dos caras.




Autor: Javier Marcos

Amanece en el río Sekonyer, en el parque nacional Tanjung Puting de Kalimantan, la porción de la isla de Borneo que pertenece a Indonesia por meros avatares históricos de los que como de costumbre, su jungla nada sabe. Una algarabía de trinos, chillidos y gorjeos, me levantan del saco de dormir a las 5 de la mañana mientras los estertores de un sol naciente y dorado reflejan las copas de los árboles en las aguas de un río calmo y achocolatado. Llevo dos días navegando en mi Klotok (barco tradicional indonesio de unos 13 metros de eslora) a la búsqueda del orangután (Pongo pygmaeus). Conforme recorro los caños selváticos la jungla asiática me deslumbra con su imponente biodiversidad; orquídeas epífitas, las carnívoras “nephentes”, los macacos (Macaca fascicularis), los monos narigudos (Nasalis larvatus) o pájaros de aspecto casi mitológico como los calaos, que de seguir las cosas como están, pasarán a ser un mito a causa de su inminente extinción. Conforme nos alejamos de la arteria principal del río, atravesando los laberínticos caños que serpentean por el interior de la jungla, sus aguas se aclaran. Será que aquí no llegan, de momento, los efectos de los lodos contaminados con metales pesados de la mina de oro que se explota en pleno parque nacional. Y ya en tierra firme, tras un par de horas de camino por la selva, las ramas de los árboles crepitan sobre mi cabeza tronchándose mientras la hojarasca tiembla. Una familia de orangutanes aparece ante mis ojos entre las copas altas de los árboles desplazándose por braquiación, es decir, usando sus largos brazos y el peso de sus cuerpos como balancín para alcanzar las ramas próximas, lo que les hace avanzar como acróbatas pelirrojos y desgarbados. La excitación del momento y la posibilidad de captar unas magníficas instantáneas de este animal amenazado, me hacen olvidar el mal trago de ver la selva ardiendo, arrasada, talada y replantada de aceite de palma para “biodiesel”, imágenes que me acompañaron como testigos de un paisaje fantasmal durante mi viaje en avioneta a este último reducto natural de Indonesia.
De regreso a Java y tras ser partícipe de su monumental historia petrificada en su templo budista de Borobudur, o en los templos hinduistas de Prambanan, patrimonio de una humanidad superpoblada, busco su naturaleza salvaje sin suerte. Cultivos de clavo, bananos, árboles del pan, teka y arrozales, ocupan lo que otrora fueran junglas, la morada del extinto tigre de Java. Solo en sus numerosos volcanes como el Bromo, se intuye la fuerza de una naturaleza pasada a mejor vida.
La tumultuosa Bali, que con una extensión similar a Gerona tiene sin embargo su población multiplicada por seis, se me antoja otro tanto de lo mismo. De nuevo ese coctel extraño que es Indonesia, esa mezcla casi inmiscible de lo tradicional y lo moderno, de lo exuberante de sus cultivos y de lo esquilmado y maltrecho de sus montes, intoxicando mis pulmones y enamorando mis sentidos todo a un tiempo.

Llegados a este punto de mi viaje pongo rumbo a Papúa, que es, como no podría ser de otra manera en Indonesia, absolutamente todo lo contrario a lo que hasta aquí he relatado; población humana reducida a mínimos y naturaleza virgen por todas partes. Recorrer papúa en avioneta hace saltar las lágrimas de cualquiera ante la emoción de descubrir uno de los últimos lugares prístinos del planeta. Intacta, misteriosa y salvaje, Papúa es cuna de buen crisol de etnias que acaban de salir, a causa de la reciente evangelización misionera, de una prehistoria que los libros se obstinan en encuadrar como un acontecimiento de hace 10.000 años. Siendo esto cierto, debo decir que entonces mi viaje a Papúa fue un viaje en el tiempo, porque allí conviví de primera mano con el neolítico más profundo. En el remoto valle de Baliem tuve la oportunidad de conocer a la cultura Dani; visité algunas de sus aldeas, dormí en sus chozas, asistí a una boda tribal, estreche manos sin dedos, sesgados a consecuencia del dolo producido en ritos funerarios que aquí en occidente nunca entenderíamos. Fui partícipe de sus danzas guerreras ideadas en los tiempos en que el canibalismo era una práctica común, hoy según se dice, erradicada por los misioneros evangélicos.
Y ya de vuelta en occidente, cuando los aromas de otra aventura vivida fosilizan en recuerdos, no puedo evitar degustar de nuevo el coctel de contrastes que es Indonesia, que a mi entender se asemeja por completo a un Buda de dos caras; el de la cara amable y el de la más amarga, pero que pese a todo ejercerá siempre un poder mágico sobre el viajero que visite estas tierras tan lejanas, impulsándolo a volver mientras la sin razón humana y la superpoblación dejen todavía en Indonesia algo visitable.